Érase una vez una niña abarrotada de ideas y sin palabras, colmada de sensaciones y sin ideas, saturada de pretensiones y sin sensación alguna. Érase una vez una niña enferma, bloqueada sin remedio, condenada al impávido silencio.
Pero aquel mutismo sumado a la indiferencia resultaba en una enardecida e inevitable angustia, en el temor de haber olvidado los sonidos, en el constante convencimiento de haber perdido toda capacidad de comunicación.
La niña en su recelo se aferró a la pausa interminable, la tomo del cuello y metió lentamente pero sin delicadeza uno de sus pequeños brazos por la garganta sin uso de la muda, decidida claro esta a encontrar dentro de sus entrañas alguna mísera nota, nota suficiente para sanar su delicado cuerpo, dos letras que sacaran esa mente de aquel desquiciado bloqueo. Buscó afanosamente cada palmo de la traquea y en su desespero omitió el jadeo suplicante del silencio, que lenta y pasivamente, como suele ser siempre, murió.
Ahogado por haberse tragado en contra de su voluntad el brazo de una niña, suspendido por los dedos ansiosos e insaciables que seguían hurgando sus pulmones, rendido ante la necedad de la impaciencia, ahí quedo el mutismo y su apatía.
Érase una vez una niña hurgando dentro del cadáver maloliente del sigilo, cuando cansada de buscar prefirió inventarse unas cuantas frases. Pretendiendo no hablar de ella se inventó un cuento y a la ficción quiso agregarle fantasías, mares e intrépidas bailarinas. Derrotada optó por automedicarse, derrumbar cada uno de los bloques y construir otros, es por eso que disfrazó a su personaje y a la trama, e incluyo de manera brusca y salvaje una crinolina para las fiestas, una piscina con sal y unos cuantos marcadores para dibujar. Colgó al silencio en el armario y encerró con este a la muerte que lo acompañaba, que por cierto había resultado ser mucho más fría e imperturbable, y por lo tanto desquiciante hasta los límites de la cordura.
Habiendo casi terminado, se invento a una mujer con poco mas de 20 sin nada que escribir, una hoja en blanco y una madrugada sin estrellas, se inventó una vida cotidiana, un cuarto a media luz y un rugiente monitor, le agregó unos lentes para antes de dormir e irónicamente sumergió toda la escena en el mas denso de los silencios.
Así se aseguró que nadie comprendiera que esto era un cuento sobre ella y sus dilemas, disfrazado de otros, repleto de frases triviales y sonidos provenientes de su mártir.
Así bloqueada sin remedio contó la mentira perfecta.
Érase una vez una niña enferma y mentirosa, inexistente e incomparable con su creadora, una niña inventora de curas para lo incurable, hacedora de melodías y armonías, asesina de secretos indecibles, fabricadora de apariencias engañosas.
Érase una vez una niña…
…
…
Esta bien, lo confieso,
Érase una vez... yo.